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Una mañana otoñal en el Parque Saavedra

Por Sofía Bongiovanni

Al Norte de la ciudad de Buenos Aires, donde convergen la Avenida Cabildo y la Avenida García del Río, nace un boulevard que nos lleva desde los límites del barrio de Núñez, hasta el corazón de Saavedra. Caminando sobre baldosas levantadas por las raíces de los árboles, podemos llegar desde los carriles repletos de autos hasta el parque Saavedra.

Al avanzar por García del Río, el aroma a café recién hecho no tarda en capturar nuestra atención. A los lados de la arbolada avenida hay un pequeño paseo gastronómico dedicado a la venta de panes artesanales, tortas, postres, café de autor, té y croissants. Un pequeño viaje sensorial a las clásicas tiendas de café parisinas que nunca parecen pasar de moda.

Al final del camino nos topamos con el busto de Cornelio Saavedra, quien nos recibe sobre una base de mármol en la entrada del parque que lleva su apellido como nombre. La figura del prócer se encuentra protegida por un pequeño cerco y dos estatuas: un león y un tigre de bronce.

Si bien se puede ingresar al espacio verde con tan solo cruzar la bici-senda que lo rodea, es interesante detenerse en el sendero que se encuentra a la izquierda del monumento a observar el comportamiento de las personas que dan vueltas al parque. Ciclistas y runners que aparentan frecuentar el lugar. La mayoría de las personas que corren se encuentran solas y siguen el ritmo que les dicta la música en los auriculares. Los ciclistas en cambio, conversan entre ellos. En una mañana de viernes feriado podemos encontrar familias enteras andando en bicicleta, grupos de dos o tres amigos paseando, y niños en triciclo o monopatín.

 

Por el mismo camino, esquivando a los aficionados al deporte, el ambiente cambia. El sonido que predomina en esta área ya no es el de las ruedas contra el asfalto, sino la música infantil. A diferencia de lo que muchos esperarían, no hay bullicio, no se oyen las voces de niños gritando; solo se escucha la melodía que reproduce la calesita al girar. Los niños ya no hacen fila para montar sus coloridos animales de madera, ni se pelean por “agarrar la sortija”.

Lo más impresionante es el rostro de un hombre que pasa sus días sentado bajo la copa de un árbol, esperando que algún niño se acerque a comprarle algo. El señor de frente arrugada y sonrisa incompleta tiene un puesto de algodón de azúcar, garrapiñadas, manzanas acarameladas, pochoclo y burbujeros. Es posible que los pocos clientes que consigue en un día sean aquellas personas que se acercan al carrito ambulante atraídos por el aroma a caramelo que inunda las narices de todos los que pasan por allí.

 

Las hojas secas, teñidas con distintas variaciones de tonos cálidos que contrastan con el azul del cielo, se posan sobre el pavimento mientras esperan ser atropelladas por las bicicletas, su crujido marca el camino que debemos seguir. Los perros saltan con la intensión de atraparlas y sus dueños los llaman gritando sus nombres detrás de la bufanda. Uno de ellos parece no escucharlos y posa sus patas sobre las piernas de una chica que está leyendo bajo un árbol. El can da vueltas en círculos y a él se unen otros dos, con los que comienza a jugar. Si se corre la vista de la escena, unos metros a la derecha podemos ver a un padre que juega a la pelota con sus dos hijos. Sonríe paciente mientras les enseña, se escuchan sus risas de fondo. Si se pudiese congelar la imagen, ésta sería la protagonista perfecta de una infografía sobre el otoño en Buenos Aires.

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